El desierto escolar (y los desertores) por Silvana Melo

Habrá “una generación perdida de niños que jamás accederá a la escuela”. Samer Al-Samarrai, economista británico y analista principal de políticas del Informe de Seguimiento de la Educación para Todos en el Mundo 2010 (GMR) de la Unesco puso en palabras la exclusión global de millones nacidos en los bordes del milenio. Y decretó el fracaso del programa que, con el compromiso de 160 países, esperaba alcanzar la educación primaria de todos los chicos en el planeta. Acaso el concepto de Samarrai sea mucho más doloroso que la propia caída de un objetivo ilusorio en un mundo que suele reunir a los países poderosos y ostentar bellas metas a largo plazo,  cuando la inequidad plantó bandera estratégica en decenas de países donde la escasez de alimentos y agua y la vida como apenas sobrevida es una decisión global.
La “generación” de la que habla el economista tiene millones de caras, colores y rasgos. Contiene millones de historias pequeñas, de condenas pre natales, de hambres personales –a cada niño en cada rincón del mundo le duele el hambre distinto-, de fiebres y de crecimiento a los tumbos, naciéndose un poco cada mes, cada día. La “generación” de Samarrai son millones nacidos en la agonía de la primera década del milenio. Marcados a fuego por un mundo que eligió no tener fronteras para exportar el dominio y la disciplina de la pobreza extrema y marginal.
En los pies del mundo, la Argentina: según las lábiles estadísticas oficiales,  el 6,5 por ciento de los chicos de 5 a 13 años trabaja. Son unos 200 mil.  Entre los jóvenes de 14 a 17 años, trabaja el 20,1 por ciento; más de 263.000 jóvenes. El 2,8 por ciento de los primeros 200 mil no va a la escuela. En el campo, la cifra se eleva al 10 por ciento. Relata Juan Lucio, dirigente de la comunidad Urundel, que en General Mosconi los niños y niñas wichis dejan de ir a las escuelas más o menos cercanas a eso de los doce años de edad. Después, toca asumir una vida de mano de obra barata: servicio doméstico, el destronque después del desmonte, esclavos, explotados, en condiciones inhumanas, condenados al sometimiento y corridos de cualquier posibilidad de inserción en un mundo que no fue pensado para ellos.
Las mismas estadísticas oficiales exhiben que sólo la mitad de los chicos y chicas que ingresan al secundario egresan. El resto se va perdiendo por el camino. La escuela los va expulsando en una carrera de obstáculos que muy pocos pueden sortear. Les deja bien en claro que no los considera bienvenidos. Que no los quiere en el sistema. Que le  complica la existencia institucional. Que le altera las planificaciones. Los pibes suelen hacer volar por los aires las previsiones. Y la escuela los castiga dejándolos afuera.
Entonces, como números fríos y manipulables, comienzan a formar parte de las cifras de deserción escolar. Y serán parte –íntegra o marginal- de la “generación perdida” que inquieta a Samarrai. A la expulsión directa, al cierre de todas las puertas, a la condena a una vida sin recreo ni patio compartido se le suma el eufemismo de la deserción escolar que, literalmente, implica escuelas que se vuelven desiertos por niños que las abandonan. Es notable cómo el lenguaje funciona como socio dilecto de las perversidades sistémicas: los pibes vuelven desierta la escuela cuando son centenares de miles a los que la escuela ha expulsado para desertizar su tiempo, su época, el pedazo de futuro que le correspondería si el futuro también fuera un recurso a repartir equitativamente.

El Observatorio de la Deuda Social, de la Universidad Católica Argentina (UCA), asegura que en la sala de 5 años y en todo el ciclo primario la exclusión escolar baja a un porcentaje mínimo: el nivel de escolarización llega al 97,6 % en el preescolar y en el EGB 1 y 2 la asistencia también es casi perfecta: 99,3 %. Sin embargo, un porcentaje desgarrador de esos chicos no logran escribir su nombre, no alcanzan nunca la utopía de la lectura de corrido y recalan en la escuela fundamentalmente en el espacio del desayuno y el almuerzo. La escuela logra retenerlos no por surtidor de conocimientos y herramienta inclusora por excelencia, sino como lugar físico donde se puede alcanzar un mínimo nivel nutricional. 
Pero la expulsión real aparece en la preadolescencia, cuando el brazo de la contención social en el que la crisis transformó la escuela en los ‘90 ya no alcanza y esa escuela no enamora, no atrae, no se vuelve un lugar donde haya sentido. La escuela se transforma en un espacio vacío de contenido donde las clases carecen de todo interés, los edificios expulsan por deterioro, la convivencia es sólo un enunciado y los docentes desaparecen con demasiada frecuencia. Entonces, los alumnos se van: sienten que no tienen nada que hacer allí. La escuela ensaya un estruendoso fracaso. Y los deja en la banquina de la vida. La escuela se desertiza. Y sus alumnos desertan.
Samarrai puso en palabras el fracaso que se llevará al hombro a 72 millones de chicos sin escolarizar. Toda una generación en el mundo. Añicos, fragmentos de ella comparten calle en el cotidiano de esta tierra, acaso ignorando que la condena ya está. Sin haber sido posible el sueño de aquel maestro viejo de “La lengua de las mariposas” que caminaba en el sentido inverso de su época y que pedía una generación, sólo una generación para hacerla libre. Después, la historia no tendría regreso. Por eso la libertad y la educación, que suelen caminar juntas por los arrabales, sufren la condena del destierro, aquel duro castigo que le daban a los conspiradores.