Se llamaba Fermín Nicasio Calderón. Su casa y su universo eran una pileta de natación abandonada a escasos cinco metros del club de golf de la ciudad. Fermín Nicasio lo habían bautizado. Como si fuera el protagonista de una novela de otro siglo. Con el nombre ideal para combatir los males del mundo, si fuera necesario. Pero Fermín Nicasio no era de otro siglo ni protagonizó jamás una sola novela más que la de la tragedia personal. Esa que lo llevó a morirse un invierno de temperaturas bajo cero en una madrugada cualquiera. Sin epitafios para su historia. Tapadito con cartones que hacían las veces de frazada y cubierto por un techo de lona raída que dejaba caer los gotones desnudos de una lluvia cualquiera que, ciertas noches, se transformaban en estalactitas. Cobijado por los perros vagabundos, tan vagabundos como él por historia y por destino de país y de ciudad.
Hay decenas de miles de fermines diseminados por toda la geografía. Muchos solos y solas como él. En estadísticas magras en que los números no sirven absolutamente de nada cuando los dolores y el hambre atraviesan las vidas. Son termómetros que no miden los amores, los desgarros, las miserias y las miradas que se van vaciando y aletargando de pura expulsión que se vive a diario. Pero que muestran, eso sí, cómo computan la exclusión los señores y señoras que definen políticas desde un sillón de terciopelo. leer completo en Agencia de Noticias Pelota de Trapo