Es como un cuchillo que se le clava en la cintura del lado derecho. Cada
vez que se dobla en L para levantar el trapo de piso. O cuando la
escoba se le resiste en ese remar en ningún río, que no va a ninguna
parte. Es que ya está bordeando los 60 y tiene los huesos gastados.
Tenía trece o catorce cuando golpeó por primera vez la puerta de la
patrona. Que la miró desde arriba y una de sus razones era
incontrastable: ella todavía no había crecido lo suficiente. Después
-hasta hoy, cuando las bisagras de sus rodillas ya rechinan de
herrumbre- no paró nunca. Salvo cuando parió a sus hijos, vacaciones de
prepo donde no entró ni el centavo para el almuerzo. Y tuvo que pedir,
con esa mixtura extraña de enojo y tristeza con que se emborracha su
dignidad en estos casos.
Su historia es tan larga como el dolor del ciático, que le nace en la cadera y termina en la planta del pie. Primero migró de su pueblito fronterizo de Salta para correrse a la capital. Llevaba la cara morena y sus ojos eran una línea oscura y brillante. En la frontera no hay diferencias: la piel, la cintura y la resignación suelen ser las mismas de un lado o del otro.
Por eso se vino, en aquel tren eterno y polvoriento, hasta el ombligo del país. Ahí donde, le dijeron, dios suele abrir un consultorio escasamente federal. Sin sucursales ni agencias de provincia.
No paró nunca de trabajar. Y sabe que no podrá parar hasta que el diosito de oficina esquiva se la lleve. Toda la vida fue empleada por horas. Siempre en negro, como les pasa a los pobres y a las mujeres: en negro es bajo la alfrombra, detrás del gallinero, del otro lado de la autopista, fuera de la ciudad, fuera de todos los registros, fuera de la obra social, fuera del sindicato, fuera del sistema.
Terminada la primera década del tercer milenio -en los 60 la literatura y el arte imaginaban, medio siglo después, un mundo que se manejara desde un sillón inmaterial, con un control remoto que abriría la heladera con la misma pasión con que desintegraría a la injusticia- una de cada cinco mujeres que trabaja en la Argentina lo hace limpiando las casas de los otros.
Casi un 40 por ciento está sola, a cargo de sus hijos. Una situación que tiene implicancias profundas: su necesidad de salir a conseguir el alimento, deja solos a sus cachorros. Ella no tiene cómo contratar a alguien que los cuide. Es más: ella puede darles de comer a sus propios críos cuidando a los ajenos. Es una paradoja que muerde el alma ferozmente. Sabe que cualquier día de éstos puede volver y esperarla la tragedia. Sabe que su hija mayor -que ya no la escucha- corre peligro. Sabe que apenas tiene catorce -como ella cuando golpeó por primera vez la puerta de la patrona en su pueblito fronterizo de Salta- y ya hace tiempo que anda sola, que limpia aquí y allá, que a veces no vuelve a la villa, que deja a sus hermanitos solos. Como ella lo hizo fatalmente, cuatro décadas atrás.
El 85% de las mujeres que trabajan como ella, en lo que se llama empleo doméstico, lo hacen, como ella, en negro. No se jubilarán jamás porque no tienen aportes, tendrán que seguir trabajando hasta que el cuerpo les dé y después, encomendarse a la virgencita. Nunca un aguinaldo, nunca vacaciones, nunca un sindicato que la proteja, que le diga qué es lo que no pueden hacer con ella y qué es lo que están obligados a hacer.
Los números, fríos y precisos, vienen del informe “Situación del Trabajo en Casas Particulares”, del CEMyT (Centro de Estudios Mujeres y Trabajo) que, a la vez, se basa en los datos oficiales de la Encuesta Permanente de Hogares del segundo trimestre de 2010. Los dolores en la espalda vienen en las historias, una por una, de las mujeres a las que les tocó -por carencia educativa, por procedencia, por migración interna o externa- habitar el patio de atrás del país.
Ella sabe que por sus rasgos puede ser de aquí o de allá. De hecho, de unos metros para acá es argentina y de unos metros para allá es boliviana. ¿Qué cambia una aridez o la otra? Acaso el documento, en tiempos en que ser pobre y sospechoso de inmigrante vecino es un combo maldito. Pero ella es de acá, aunque a veces no se lo crean. Es que tantos están dispuestos a determinar, sin datos ni precisiones, que la mayoría de las mujeres que hacen trabajos domésticos vienen de afuera que sólo un estudio científico puede aplicar paños de alivio a la conciencia nacional: casi el 90 por ciento de las mujeres que limpian casas de otros nació en la Argentina. Llegan de las provincias del norte y pueblan la capital y sus alrededores. Sólo el 12,8 por ciento migran desde los países cercanos.
Ella no ha tenido ni tiempo de escuchar, en su trajinada vida, el cuento de la igualdad genérica. Pero sabe por intuición que todo resulta mucho más complicado si abandonó la escuela tempranamente, si es pobre, si es morena, si es mujer. Son 6.352.000 las mujeres que trabajan en el país. Casi 1.500.000 lo hacen limpiando y cocinando en casas ajenas. Una de cada cinco, con una precariedad laboral notoriamente más intensa que la de los varones. Sometidas, casi todas, a la inexistencia laboral. Es decir, a cualquier tipo de explotación y mala paga.
La mitad de ellas tiene entre 35 y 54 años, son jefas de sus hogares porque están solas, no terminaron la primaria y trabajan en más de una casa, con continuidad azarosa, sin ninguna seguridad de volver la semana próxima. Ninguna pudo soñar con la movilidad social, con encontrar alternativas mejores, con hacer otras cosas y mejorarse la vida. Es una condena casi karmática que se replica con sus hijas y volverá a dibujar la misma historia con reflejo infinito porque hay un sector que fue expulsado hace tiempo y al que no llega ni el crecimiento exponencial ni las vacaciones record en la costa.
Hace tiempo el Poder Ejecutivo Nacional envió al Congreso un proyecto de ley que intenta conceder un marco legal a las mujeres hormigas, cansadas e invisibles, excluidas de todo. Pero bosteza en los cajones: pretende 8 horas diarias de trabajo, licencia por maternidad pagada por el Estado por tres meses, vacaciones e integración al sistema de asignaciones familiares. Lo incomprensible es que un millón y medio de mujeres trabajen todos los días rompiéndose la cintura sin estos beneficios. Cuando finaliza la primera década del tercer milenio y hubo quienes soñaron que con el mismo control remoto que encendía el televisor se desconectaba la injusticia.
A ella le faltan varios dientes y el hueserío de las manos se le va de madre. Sabe que si no trabaja no habrá yerba para las mañanas ni plato para el mediodía. Sólo espera, con el tercer trabajo que consiguió, juntar unos pesitos para volver a Salta. Y pedirle a la virgen de los Tres Cerritos que le saque ese dolor que a ella le parece que nace en el pecho pero en realidad le está rasguñando el alma. (Agencia de Noticias Pelota de Trapo)
Su historia es tan larga como el dolor del ciático, que le nace en la cadera y termina en la planta del pie. Primero migró de su pueblito fronterizo de Salta para correrse a la capital. Llevaba la cara morena y sus ojos eran una línea oscura y brillante. En la frontera no hay diferencias: la piel, la cintura y la resignación suelen ser las mismas de un lado o del otro.
Por eso se vino, en aquel tren eterno y polvoriento, hasta el ombligo del país. Ahí donde, le dijeron, dios suele abrir un consultorio escasamente federal. Sin sucursales ni agencias de provincia.
No paró nunca de trabajar. Y sabe que no podrá parar hasta que el diosito de oficina esquiva se la lleve. Toda la vida fue empleada por horas. Siempre en negro, como les pasa a los pobres y a las mujeres: en negro es bajo la alfrombra, detrás del gallinero, del otro lado de la autopista, fuera de la ciudad, fuera de todos los registros, fuera de la obra social, fuera del sindicato, fuera del sistema.
Terminada la primera década del tercer milenio -en los 60 la literatura y el arte imaginaban, medio siglo después, un mundo que se manejara desde un sillón inmaterial, con un control remoto que abriría la heladera con la misma pasión con que desintegraría a la injusticia- una de cada cinco mujeres que trabaja en la Argentina lo hace limpiando las casas de los otros.
Casi un 40 por ciento está sola, a cargo de sus hijos. Una situación que tiene implicancias profundas: su necesidad de salir a conseguir el alimento, deja solos a sus cachorros. Ella no tiene cómo contratar a alguien que los cuide. Es más: ella puede darles de comer a sus propios críos cuidando a los ajenos. Es una paradoja que muerde el alma ferozmente. Sabe que cualquier día de éstos puede volver y esperarla la tragedia. Sabe que su hija mayor -que ya no la escucha- corre peligro. Sabe que apenas tiene catorce -como ella cuando golpeó por primera vez la puerta de la patrona en su pueblito fronterizo de Salta- y ya hace tiempo que anda sola, que limpia aquí y allá, que a veces no vuelve a la villa, que deja a sus hermanitos solos. Como ella lo hizo fatalmente, cuatro décadas atrás.
El 85% de las mujeres que trabajan como ella, en lo que se llama empleo doméstico, lo hacen, como ella, en negro. No se jubilarán jamás porque no tienen aportes, tendrán que seguir trabajando hasta que el cuerpo les dé y después, encomendarse a la virgencita. Nunca un aguinaldo, nunca vacaciones, nunca un sindicato que la proteja, que le diga qué es lo que no pueden hacer con ella y qué es lo que están obligados a hacer.
Los números, fríos y precisos, vienen del informe “Situación del Trabajo en Casas Particulares”, del CEMyT (Centro de Estudios Mujeres y Trabajo) que, a la vez, se basa en los datos oficiales de la Encuesta Permanente de Hogares del segundo trimestre de 2010. Los dolores en la espalda vienen en las historias, una por una, de las mujeres a las que les tocó -por carencia educativa, por procedencia, por migración interna o externa- habitar el patio de atrás del país.
Ella sabe que por sus rasgos puede ser de aquí o de allá. De hecho, de unos metros para acá es argentina y de unos metros para allá es boliviana. ¿Qué cambia una aridez o la otra? Acaso el documento, en tiempos en que ser pobre y sospechoso de inmigrante vecino es un combo maldito. Pero ella es de acá, aunque a veces no se lo crean. Es que tantos están dispuestos a determinar, sin datos ni precisiones, que la mayoría de las mujeres que hacen trabajos domésticos vienen de afuera que sólo un estudio científico puede aplicar paños de alivio a la conciencia nacional: casi el 90 por ciento de las mujeres que limpian casas de otros nació en la Argentina. Llegan de las provincias del norte y pueblan la capital y sus alrededores. Sólo el 12,8 por ciento migran desde los países cercanos.
Ella no ha tenido ni tiempo de escuchar, en su trajinada vida, el cuento de la igualdad genérica. Pero sabe por intuición que todo resulta mucho más complicado si abandonó la escuela tempranamente, si es pobre, si es morena, si es mujer. Son 6.352.000 las mujeres que trabajan en el país. Casi 1.500.000 lo hacen limpiando y cocinando en casas ajenas. Una de cada cinco, con una precariedad laboral notoriamente más intensa que la de los varones. Sometidas, casi todas, a la inexistencia laboral. Es decir, a cualquier tipo de explotación y mala paga.
La mitad de ellas tiene entre 35 y 54 años, son jefas de sus hogares porque están solas, no terminaron la primaria y trabajan en más de una casa, con continuidad azarosa, sin ninguna seguridad de volver la semana próxima. Ninguna pudo soñar con la movilidad social, con encontrar alternativas mejores, con hacer otras cosas y mejorarse la vida. Es una condena casi karmática que se replica con sus hijas y volverá a dibujar la misma historia con reflejo infinito porque hay un sector que fue expulsado hace tiempo y al que no llega ni el crecimiento exponencial ni las vacaciones record en la costa.
Hace tiempo el Poder Ejecutivo Nacional envió al Congreso un proyecto de ley que intenta conceder un marco legal a las mujeres hormigas, cansadas e invisibles, excluidas de todo. Pero bosteza en los cajones: pretende 8 horas diarias de trabajo, licencia por maternidad pagada por el Estado por tres meses, vacaciones e integración al sistema de asignaciones familiares. Lo incomprensible es que un millón y medio de mujeres trabajen todos los días rompiéndose la cintura sin estos beneficios. Cuando finaliza la primera década del tercer milenio y hubo quienes soñaron que con el mismo control remoto que encendía el televisor se desconectaba la injusticia.
A ella le faltan varios dientes y el hueserío de las manos se le va de madre. Sabe que si no trabaja no habrá yerba para las mañanas ni plato para el mediodía. Sólo espera, con el tercer trabajo que consiguió, juntar unos pesitos para volver a Salta. Y pedirle a la virgen de los Tres Cerritos que le saque ese dolor que a ella le parece que nace en el pecho pero en realidad le está rasguñando el alma. (Agencia de Noticias Pelota de Trapo)